Toc-toc: El sonido de la puerta era sólo un recordatorio de que era hora de despertarse. Me levanté del saco de dormir, cogí mi cámara y salí de la habitación. Había pasado la noche en una escuela pública a las afueras de Viñales, una ciudad agrícola de Pinar del Río, en el oeste de Cuba. El guardia, un hombre alto con barba desgreñada, tuvo la amabilidad de dejarme dormir en una de las aulas vacías. Por ley, los extranjeros sólo deben alojarse en casas u hoteles asignados por el gobierno, pero con mi presupuesto de 10 dólares al día, confié en la generosidad de la gente para conseguir un lugar donde dormir. Los cubanos son conocidos por su hospitalidad, y con razón.
El desayuno fue pan, mantequilla y una taza de café, y luego me puse en marcha. A medida que salía de la ciudad, los edificios en ruinas se desvanecían, dando paso a una de las vistas más pintorescas que he experimentado nunca: Acantilados escarpados, un cielo azul brillante y las ocasionales vacas trabajando en los campos. Por una buena razón, Cuba es bien conocida por su naturaleza.